Las lágrimas lo acompañaron una vez más. Lágrimas
por la cercanía del reencuentro con lo
que había dejado: la familia, su Piamonte natal que lo empujó a otros
horizontes, a buscar la tierra para ver
crecer la espiga de la esperanza. La esperanza que se le había negado en su
patria, la esperanza enterrada por los fusiles, la esperanza vestida de miseria y poblada de olor a pólvora, la esperanza
oscura que cubría los viñedos.
Antes de intentarlo sabía que no
podría; llevaba en los ojos y en su piel todo el Mediterráneo. Poco le
importaban las ollas medio vacías y los
remiendos en los mamelucos. Él no resistiría
los parches en el alma. Era el mayor de cinco hermanos y la decisión
de su padre fue irrevocable. Aceptó con resignación el precio que debía pagar a
cambio de arrancarle frutos a la nueva tierra. Uno menos en la mesa y, si todo
iba bien, aguardarían los pasajes que sumarían habitantes al triángulo más
austral de la América despoblada de sudores.
Allí estaba otra vez, frente al mar,
con el rostro salobre. El mar y las lágrimas, una constante en su vida. El mar
y las lágrimas, y entre ellas se debatía. Lágrimas por lo que no pudo, lagrimas
porque de tanto remendar el alma la dejaría hecha jirones y no había medicina
para aliviar ese dolor.
El diagnóstico médico lo alentó a
desempolvar la valija de cartón y buscar alguna que otra maleta; a los mamelucos
se sumaban los batones de su esposa y el tapadito rojo cruzado con
botones dorados de Catalina, la niña de dos años. No lo acechaba la
incertidumbre ante lo desconocido, enfrentaba otros miedos: el zarandeo del
vapor no era el mejor arrullo para el hijo que se movía en el vientre de la
mujer. Aunque había uno que lo atormentaba: ¿Su Ángela se adaptaría a otra
gente, otra cultura, otra patria? La joven mujer se enfrentaría a ese océano
desconocido, cambiaría las planicies por las montañas, dejaría el afecto de los
amigos y los padres que fueron a despedirla al puerto de Buenos Aires. Con
diecinueve años recién cumplidos intentaría borrar de las retinas los campos
ondeados de linos y acostumbrarse a los viñedos y olivares para ayudar a su
esposo a salir del abismo de la depresión en que el desarraigo lo había sumido.
Con lágrimas emocionadas él, (por volver a su tierra), y de
tristeza ella, (por lo que dejaba) caminaron con lentitud por la dársena hacía
el barco que aguardaba en las aguas oscuras del Río de La Plata. Ángela nada sabía
de barcos y mares, sólo conocía los arroyos de llanura. Los ojos se le agrandaron ante la amplitud de
ese río.
El buque partió con destino al puerto
de Génova. Atrás quedaban los nogales y
la vid plantadas por Pedro, procedían de
la misma aldea, viajaron en el mismo amasijo
de inmigrantes. Dejó savia de su tierra en la nueva patria, llevaba sangre
joven al viejo continente.
Después de vencer las batallas a las náuseas
y vómitos que provocaban los sacudones,
el mar se calmó junto a los ánimos del
matrimonio. Días y noches entre el cielo y el mar, y al fin, divisaron el
puerto. Poco había cambiado desde la partida de Pedro. Ángela avistó la
destrucción que había dejado la guerra y sintió un nudo en la garganta, que reducía
de tamaño en alguna ocasión, pero que nunca se desató.
Él se reencontró con los afectos.
Entre recuerdos y miserias guardó la tristeza adquirida en confines australes.
Los acordes de la tarantela sepultaron el velo de la depresión en las grietas
de las colinas. Las contracciones que iban en aumento no le permitían a Ángela
experimentar otras sensaciones que no fueran las de aguardar la llegada del
segundo hijo.
Y entre abuelos y tíos recientes nació María.
Pedro paladeó la felicidad de compartir con la gente de su terruño la llegada de otra
vida. Los días fueron transcurriendo y con ellos, lentamente, se apagaba la
alegría. El desarraigo, la añoranza y la visión de futuro lejano empezaron a
corroer el corazón de Ángela, y él empezó a comprender que el cuerpo frágil de
la mujer muy pronto perdería vigor, él lo sabía, lo había vivido en carne
propia, pero era fuerte, era hombre, ella apenas una muchacha.
Y otra vez las lágrimas y la mirada
fija en ese mar que lo vio partir nuevamente. Sin regreso. Sin comuniones entre
la pureza del agua y su mirada; y fue allí
cuando aceptó que no podía imprimir señales en el océano. Lucharía contra los recuerdos
para abrir huellas que echaran raíces en la sangre del futuro. La de él, pertenecía al
pasado y había sido barrida por los carros de la muerte. El viaje se hizo menos largo, las niñas cubrieron
las horas con llantos y travesuras.
La familia arribó al puerto de Buenos
Aires cuando las sombras abanicaban las ramas. Vestido con ropa de fajina y
máscara de resignación, empujó día a día el arado de mancera, imprimiéndole
todas sus fuerzas para que las rejas roturaran
la tierra dura, seca, plagada de cardones. Pero en largas horas de desnudez, la mirada se le perdía y el alma volaba a la aldea lejana.
El vientre de Ángela volvió a crecer
durante nueve lunas, en otros nueve
almanaques. En desgastantes horas de crianza, de amamantar, de fregar pañales y
de rebalsar ollas, Ángela no se daba cuenta de que la nostalgia hacía estragos
en el corazón de Pedro.
…Y con lentitud en el andar, aquel
hombre de mirada limpia y cabellos blancos, enfilaba los pasos, todas las
tardes, hasta las parvas de pasto con la pipa entre los labios. En las volutas
de humo se dibujaban las imágenes de los
recuerdos. Los montículos de pasto suplían las rocas desde donde miraba ese mar
de espigas. Y cuando en el horizonte se fundía el último rayo de sol, volvía a
desandar las huellas de los pasos y
entonaba una calzoneta.
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