miércoles, 4 de abril de 2018

Los mares de mi abuelo - Elida Cantarella


          Las lágrimas lo acompañaron una vez más. Lágrimas por la cercanía del reencuentro  con lo que había dejado: la familia, su Piamonte natal que lo empujó a otros horizontes, a buscar la tierra para  ver crecer la espiga de la esperanza. La esperanza que se le había negado en su patria, la esperanza enterrada por los fusiles, la esperanza vestida de  miseria y poblada de olor a pólvora, la esperanza oscura que cubría los viñedos.
          Antes de intentarlo sabía que no podría; llevaba en los ojos y en su piel todo el Mediterráneo. Poco le importaban las ollas  medio vacías y los remiendos en  los mamelucos. Él no resistiría los parches en  el alma.  Era el mayor de cinco hermanos y la decisión de su padre fue irrevocable. Aceptó con resignación el precio que debía pagar a cambio de arrancarle frutos a la nueva tierra. Uno menos en la mesa y, si todo iba bien, aguardarían los pasajes que sumarían habitantes al triángulo más austral de la América despoblada de sudores.
          Allí estaba otra vez, frente al mar, con el rostro salobre. El mar y las lágrimas, una constante en su vida. El mar y las lágrimas, y entre ellas se debatía. Lágrimas por lo que no pudo, lagrimas porque de tanto remendar el alma la dejaría hecha jirones y no había medicina para aliviar ese dolor.
          El diagnóstico médico lo alentó a desempolvar la valija de cartón y buscar alguna que otra maleta; a los  mamelucos  se sumaban los batones de su esposa y el tapadito rojo cruzado con botones dorados de Catalina, la niña de dos años. No lo acechaba la incertidumbre ante lo desconocido, enfrentaba otros miedos: el zarandeo del vapor no era el mejor arrullo para el hijo que se movía en el vientre de la mujer. Aunque había uno que lo atormentaba: ¿Su Ángela se adaptaría a otra gente, otra cultura, otra patria? La joven mujer se enfrentaría a ese océano desconocido, cambiaría las planicies por las montañas, dejaría el afecto de los amigos y los padres que fueron a despedirla al puerto de Buenos Aires. Con diecinueve años recién cumplidos intentaría borrar de las retinas los campos ondeados de linos y acostumbrarse a los viñedos y olivares para ayudar a su esposo a salir del abismo de la depresión en que el desarraigo lo había sumido.
         Con lágrimas  emocionadas él, (por volver a su tierra), y de tristeza ella, (por lo que dejaba) caminaron con lentitud por la dársena hacía el barco que aguardaba en las aguas oscuras del Río de La Plata. Ángela nada sabía de barcos y mares, sólo conocía los arroyos  de llanura.  Los ojos se le agrandaron ante la amplitud de ese río.  
          El buque partió con destino al puerto de Génova. Atrás quedaban  los nogales y la vid plantadas por  Pedro, procedían de la  misma aldea, viajaron en el mismo amasijo de inmigrantes. Dejó savia de su tierra en la nueva patria, llevaba sangre joven al viejo continente.
         Después de vencer las batallas a las náuseas y vómitos que  provocaban los sacudones, el mar se calmó  junto a los ánimos del matrimonio. Días y noches entre el cielo y el mar, y al fin, divisaron el puerto. Poco había cambiado desde la partida de Pedro. Ángela avistó la destrucción que había dejado la guerra y sintió un nudo en la garganta, que reducía de tamaño en alguna ocasión, pero que nunca se desató.
         Él se reencontró con los afectos. Entre recuerdos y miserias guardó la tristeza adquirida en confines australes. Los acordes de la tarantela sepultaron el velo de la depresión en las grietas de las colinas. Las contracciones que iban en aumento no le permitían a Ángela experimentar otras sensaciones que no fueran las de aguardar la llegada del segundo hijo.
        Y entre abuelos y tíos recientes nació María. Pedro paladeó  la felicidad de compartir  con la gente de su terruño la llegada de otra vida. Los días fueron transcurriendo y con ellos, lentamente, se apagaba la alegría. El desarraigo, la añoranza y la visión de futuro lejano empezaron a corroer el corazón de Ángela, y él empezó a comprender que el cuerpo frágil de la mujer muy pronto perdería vigor, él lo sabía, lo había vivido en carne propia, pero era fuerte, era hombre, ella apenas una muchacha.
         Y otra vez las lágrimas y la mirada fija en ese mar que lo vio partir nuevamente. Sin regreso. Sin comuniones entre la pureza del agua y  su mirada; y fue allí cuando aceptó que no podía imprimir señales en el océano. Lucharía contra los recuerdos para abrir huellas que echaran raíces en  la sangre del futuro. La de él, pertenecía al pasado y había sido barrida por los carros de la muerte.  El viaje se hizo menos largo, las niñas cubrieron las horas con llantos y travesuras.
         La familia arribó al puerto de Buenos Aires cuando las sombras abanicaban las ramas. Vestido con ropa de fajina y máscara de resignación, empujó día a día el arado de mancera, imprimiéndole todas sus fuerzas para que  las rejas roturaran la tierra dura, seca, plagada de cardones. Pero en largas horas de desnudez,  la mirada se le perdía  y el alma volaba a la aldea lejana.
         El vientre de Ángela volvió a crecer durante nueve lunas,  en otros nueve almanaques. En desgastantes horas de crianza, de amamantar, de fregar pañales y de rebalsar ollas, Ángela no se daba cuenta de que la nostalgia hacía estragos en el corazón de Pedro.
         …Y con lentitud en el andar, aquel hombre de mirada limpia y cabellos blancos, enfilaba los pasos, todas las tardes, hasta las parvas de pasto con la pipa entre los labios. En las volutas de humo se dibujaban  las imágenes de los recuerdos. Los montículos de pasto suplían las rocas desde donde miraba ese mar de espigas. Y cuando en el horizonte se fundía el último rayo de sol, volvía a desandar las huellas de los pasos  y entonaba una calzoneta.


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