miércoles, 4 de abril de 2018

Escapada hacia Argentina - Valentina Pavón


John Lee Castaño, alto y de ojos azules. Recibido exitosamente de analista en sistemas. No sólo tenía la esperanza de que su vida mejorara al encontrar la mujer que por siempre estuviera con él, sino que quería descubrir aquellas culturas de las que en su casa no se había hablado cuando era pequeño. A los 31 años, su residencia en Londres le daba un gran puesto de trabajo que a algunos les costaría demasiado llegar.
Pero no todo estaba saliendo como él lo planeaba.
Su soledad de tener a su familia lejos y no tener alguien cercano que lo acompañara, lo llevó a que su mente decayera en un vacío profundo. Los trabajos los hacía medianamente bien, los cuales iban cada vez peor y, además, los entregaba tarde. Ya no salía a correr como lo hacía todas las mañanas.
Hasta que un día le surgió un trabajo, muy importante. Le prometieron dinero como nunca se lo habían prometido.
Él trató, trató muchísimo. Pero el trabajo salió mal, aún peor que todos los anteriores. Lo que lo sumió en una depresión aún más profunda.
Lo que no sabía es que, con aquel trabajo -al salir mal- corría peligro su vida.
Lo observaron durante días, meses, pero no llegaron al año. Descubrieron cada uno de sus monótonos movimientos por su casa y la ciudad. Ni siquiera él sabía lo que hacía, pero aquellos individuos estaban dispuestos a cobrar la venganza que creían que les correspondía.
Él no se enteró hasta aquel lluvioso día de septiembre. Una carta llegó a su buzón, la carta de amenaza.

“Nos has fallado y no hay nada que puedas hacer.
No permitiremos que nos delates.
No trates de huir, te encontraremos.”

Eso es lo que decía la breve carta. No había ninguna otra explicación, nada. Sólo que estaban buscándolo y listos para atacar.
Trató de cambiar sus movimientos, pero no sabía cuáles eran. Había estado tan sumido en aquella depresión que ni siquiera sabía qué es lo que hacía además de unos pobres trabajos mediocres que apenas le daban para comer.
“No trates de huir, te encontraremos.”
Esa parte de la carta era la que más lo perseguía, ni siquiera se detuvo a pensar en quiénes podrían haber sido los que la habían escrito. Le había fallado a tanta gente que podría ser cualquiera, y, además, meterse él solo en problemas.
Estuvo con miedo durante días, encerrado en su casa con las ventanas, puertas, cortinas, todo, cerrado. Esperando ansioso el ataque de aquellos enemigos.
Pasó un mes y parecía volverse loco. Hasta que lo decidió: Se mudaría.
Pero no era una mudanza pequeña de ciudad a ciudad, era una mudanza grande hacia otro país, hacia otro continente. Se iba a Argentina. No le importaba el poco conocimiento del idioma español, que no tuviera a nadie en aquel lugar; no le importaba dejar sus pertenencias, nada. No le importaba nada más que su vida.
Una vez oyó a una persona para la cual había hecho uno de sus trabajos que Argentina era maravillosa; que él se había mudado a Londres porque su mujer era británica, pero que Argentina le encantaba.
Un día que para una persona viviendo normalmente era cualquier otro, para John era el día de definitivo escape.
Trató de hacer cada movimiento meticulosamente sin que nadie se enterara a dónde iba, dónde estaba y qué es lo que haría; porque, al fin y al cabo, ni él sabía qué era lo que realmente iría a hacer.
Aquel día soleado de octubre, 12 para ser exactos, partió hacia el aeropuerto, prácticamente escondido bajo las sombras, tratando de no dejar ninguna huella que lo delatara. Dejó todas sus pertenencias a excepción del dinero y algunas prendas de ropa bien disimuladas en un maletín.
Cuando sacó el pasaje, tenía un miedo terrible de que lo estuvieran siguiendo. Perseguido por sus propias sombras, se subió al avión casi temblando.
“¿Qué pasa si me encuentran? ¿Qué pasa si esa misma gente que envió la carta está subida en este mismo avión?” Esas preguntas, y más, le carcomían el cerebro como si de un pájaro carpintero se tratase.
El temor lo llevó a un cansancio intolerable que, aunque no quisiera, lo obligó a dormir todo el viaje.
Despertó gracias a la voz de la azafata quien llamaba a todos los pasajeros agradeciéndoles la elección de ese vuelo para llegar a su destino. Al menos es lo que él supuso ya que, cuando recobró los sentidos, ella estaba hablando en el idioma nativo del país al que acababa de llegar.
No sabía qué hacer ni a dónde ir. Tampoco sabía los problemas que conllevaría el vivir en otro país teniendo las pocas cosas que tenía.
Cuando arribó, tomó un colectivo hacia algún lugar del país. Al llegar a un destino, buscó por todas partes un sitio para quedarse, hasta que al final dio con un hotel de apenas dos estrellas donde se alojó. Había llegado a una ciudad pequeña, la verdad es que nunca supo el nombre exacto del lugar porque jamás le interesó.
Quería salir a recorrer las calles de aquel lugar, pero su, aún constante, miedo no se lo permitía. Cada persona que veía, cada persona que pasaba a su lado, para él era alguien de los que lo estaba buscando.
Hablaba con tan poca gente que en dos días apenas había aprendido a decir otras pocas palabras en español de las que ya sabía. Se manejaba con señas y el temblor era evidente en sus manos.
Un día, consultó a una mujer para saber dónde podía haber un lugar para comer sin que fuera al que habituaba ir en su corta estadía en la ciudad. La mujer vio el temblor en sus manos con suma preocupación; no era un hombre de la calle como para que temblara por la falta de alimento, estaba bien vestido y parecía abrigado, por lo que tampoco parecía hacerlo de frío. Le tomó las manos. John abrió los ojos como platos y quitó sus manos de las de la bella dama ante sus ojos.
Ahí fue cuando, Elena, la bella dama ante él, se dio cuenta de que el hombre tenía era miedo.
- ¿Puede usted hablar español? -Preguntó Elena cordialmente, tratando de aliviar la tensión.
-Un poco. – Respondió, su acento inglés evidente en la temblorosa voz. Ella, que sabía inglés, se comunicó con él mediante aquel idioma.
- ¿Qué le sucede señor? ¿En qué puedo ayudarlo? -Le preguntó con voz suave y en ese idioma universal.
El hombre comenzó a temblar aún más.
-Usted -Pronunció con apenas un hilo de voz. -, usted es una “de ellos”.
La mujer, confundida, le respondió que se calme y que le explique.
-Los que me persiguen. Oh, no. Me encontraron. -El hombre seguía hablando en inglés, desesperadamente. Elena trató de calmarlo con sus palabras ya que estaba bien claro que no podía tocarlo.
-Yo no lo persigo. Señor, cálmese y acompáñeme. Yo lo ayudaré.
Y así fue, John -tratando de calmar sus nervios- siguió a aquella mujer a una bella casa, la cual parecía pertenecer a la dama.
-Señor, ¿podría contarme lo sucedido?
John, desconfiado, negó con la cabeza mientras la mujer le hacía un té. Ella le cuestionó por qué no quería confiar en ella, a lo cual respondió que tenía miedo a que sea parte de uno de ellos.
-No soy parte de ellos. Al menos dígame cómo se llama.
John suspiró y no sólo le dijo su nombre, sino que le contó toda su historia. Desde el principio. Aterrada, la mujer le dijo que le daba un lugar en su hogar hasta que todo hubiese pasado, hasta que su miedo hubiese desaparecido.
Con el paso del tiempo, él comenzó a adaptarse al lugar, a su idioma, a Elena. Fue algo difícil debido al idioma y las culturas diferentes. Nada parecía ser lo mismo en aquel lugar.
El buscar trabajo fue lo más difícil para él. No podía atender al público debido a que su español era pobre; aunque lo fuera mejorando este no llegaba a tener el nivel que algunas personas esperaban. El realizar su trabajo como analista también era tarea difícil, nadie en la ciudad parecía necesitarlo.
Tuvo que vivir de Elena por mucho tiempo.
El día en que se encontró con ese buen hombre llamado Jorge, que tenía un campo grande, fue una de sus salvaciones. Lo contrataba como peón. Lo alivió el no tener que necesitar tanto el idioma, aunque el trabajo en el campo no era tarea fácil.
Acostumbrado a las comodidades de Londres, parecía costarle el doble trabajar en el lugar. Pero el amor que sentía por Elena pudo con él y supo hacer el sacrificio. La veía cansada y débil al tener que trabajar por ambos. El hecho de que él haya conseguido trabajo había ayudado a que Elena recobrara la luz que tenía cuando se conocieron.
Pasaron dos años hasta que su miedo volvió a aparecer.
Él seguía tranquilo en la casa de su ahora novia, cuando una carta llegó. El que llegara una carta le resultó muy extraño debido a que existían más los mails que las cartas.
En aquella carta se encontraba la misma forma en la que habían escrito la amenaza anteriormente: con letras sacadas de diarios y en inglés.
Preocupado, se la mostró a Elena. La carta muy claramente era otra amenaza.

“Dijimos que no podías escapar. Te encontramos.”

Ella, nerviosa, hizo todo lo que pudo para ocultarlo. Se sumieron juntos en la depresión y locura en la que John había entrado cuando recibió el primer mensaje.
Días pasaron y todos sus sentidos estaban alerta.
Llegaba el otoño, uno de los días en los que aparecieron policías en la casa de Elena y John. Asustada, ella lo manda a esconderse debajo de la cama. Pero ya era demasiado tarde para eso.
Los que lo perseguían lo habían denunciado.
Él estaba habitando por más de dos años una vivienda en la que no se lo había habilitado realmente por la justicia. Nunca anunció a autoridades que él iba a vivir allí, sino que -al viajar- sólo se hizo pasar por visitante.
Cuando salió de la casa, arrestado por los policías, lo último que vio de su libertad fue la mirada de pena de Elena. Sus últimas palabras dirigidas a ellas fueron su primer y último “te amo”.

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