La vida se estaba tornando
cada día más difícil para la pequeña población junto al salar. La compañía que
había llegado a Bolivia diez años antes para trabajar la sal hoy estaba ya casi
cerrando sus puertas definitivamente y con ello muchos obreros perderían su
trabajo.
Era el mes de mayo, la luna
brillaba en un cielo límpido desparramando reflejos de plata sobre el salar.
Elmer, sentado en el pequeño patio de su humilde casita de piedras estaba
preocupado, su salario como operario de
la compañía era el mayor sustento de su familia. Su esposa Delma, con un
embarazo de seis meses, confeccionaba tejidos
que vendía en la feria del pueblo los domingos pero esos ingresos eran
magros y no siempre seguros. Pensaba también que su pequeña hija Tatiana de
cinco años pronto debería concurrir a la escuela lo que significaba comprar
útiles y ropa.
Elmer tenía un primo que
algunos años atrás se fue a vivir a Argentina donde se dedicaba al cultivo de
hortalizas que luego vendía en el mercado y, según las noticias que le llegaban
de él, le estaba yendo bastante bien. Hacía ya unas semanas que le había
escrito contándole su preocupación por el cierre de la empresa y considerando
la posibilidad de viajar también él y su familia al vecino país. Pasaron aun
dos días hasta que llegó la contestación del primo Elvin. Con gran ansiedad
leyeron la carta que, cargada de afecto, los alentaba a unirse a su familia en
Argentina y a empezar allí una nueva vida. Se miraron profundamente y en
silencio, no fue fácil pero finalmente pensando en el futuro de los niños
decidieron partir. Vendieron las llamas y los cerdos, dejaron la casita a unos
parientes y con los pocos ahorros que tenían
partieron un amanecer en un viejo camión que iba al mercado y que los dejaría
en la estación. Arrebujados en mantas multicolores con sus pocas pertenencias
en una vieja valija y dos bolsos tejidos subieron al tren en pos de sus sueños.
Viajaba la esperanza en ese vagón atestado de gente mientras tras la ventanilla
la metamorfosis del paisaje era como el preludio de sus vidas.
Pasar los controles en la frontera
no fue un trámite fácil los gendarmes no simpatizaban con los inmigrantes.
Hurgaron en sus bolsos, miraron una y otra vez sus documentos. Preguntaban.
Desconfiaban. Cuando todo estuvo controlado sin encontrar motivo para impedirlo
el ingreso al país les fue permitido. Agotados por el largo viaje en tren
debieron aun caminar, cargados con sus maletas, por un zigzagueante camino hasta
llegar a la vieja estación de ómnibus para abordar el coche que, luego de dos
días y una noche, atravesando montañas, sierras y llanuras los dejaría en la
ciudad de Buenos Aires donde el primo Elvin los estaría esperando para tomar
luego el tren urbano que los llevaría por fin a la localidad en las afueras de
la gran ciudad donde proliferaban las quintas de cultivos.
Las topadoras comenzaban
desde muy temprano con su maldito estruendo en la selva misionera. Uno tras
otro iban cayendo árboles centenarios y, con ellos, sucumbían nidos, huevos y
pichones. Los pájaros, que antes recibían alegres con sus trinos el nuevo día,
huían ahora ante el fenómeno antinatural que no pudieron presentir. Los grandes
nidos comunitarios de las cotorras caían deshechos entre una maraña de hojas,
ramas, troncos y selva destrozada. Las verdes bandadas partieron entonces
presas del pánico y el hambre. Volaron hacia el sur, cambiaron su dieta de
bayas y frutos silvestres por mazorcas, semillas y otros frutos. Luego de un
largo viaje llegaron a los pueblos donde montes de frutales y quintas de
hortalizas les ofrecieron el sustento para la continuidad de su especie. Otros
árboles, distintos a los de la selva, pero altos y frondosos fueron buena
protección para sus nidos, y allí se quedaron.
Elmer y su familia se
establecieron en una pequeña vivienda cercana a la plantación. Hacía ya un año
de aquel largo viaje y poco a poco
fueron incorporando las costumbres argentinas aunque, a veces, extrañaban su
lejana Bolivia, pero aquí aunque sin abundancias la vida era tranquila.
El pequeño Gabriel nació una
mañana de primavera a la hora en que una bandada de cotorras alborotaban con
sus gritos en busca del sol y la comida. Pero ellas no fueron bienvenidas y
pronto se las declaró una plaga porque, según decían, destrozaban frutales y
cultivos.
Elmer, entre otras tareas,
debía llegar temprano al mercado para ayudar en la descarga de mercadería. Esa
mañana como todos los días luego de un rápido desayuno guardó el almuerzo en su
mochila, tomó trescientos pesos para comprar un regalo a Tatiana que
cumplía años al día siguiente, despidió
con un beso a su mujer, se calzó el casco y montando una vieja motocicleta
partió enfundado en su gastada campera de cuero negro. Ya en la carretera oyó
de pronto la sirena de un coche policial
que se acercaba y se vio sobrepasado por un motociclista que vestía como él una
campera de cuero negro y que, en loca carrera entre los vehículos quedó oculto
tras un camión de reparto. Todo fue muy rápido, la bala partió del patrullero y
él sintió como si una flecha de fuego le atravesara el corazón desde la espalda.
La noticia en el periódico
decía: “En persecución de un delincuente que robara en una joyería la policía
abatió a un ciudadano de nacionalidad boliviana que se desplazaba en
motocicleta. En su mochila sólo se encontró un celular, un sándwich, una fruta,
una bebida gaseosa y en un bolsillo de su campera trescientos pesos. Curiosamente
al remover el cuerpo del sujeto se encontró una cotorra muerta con un impacto
de bala en el pecho”.
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