jueves, 15 de diciembre de 2022

Ritmo y compás - Alejandro Zubiaur

 

Pip,

pip,

pip.

Los ojos cerrados, sin moverme, no sé dónde estoy, solo escucho ese sonido. Cuando era muy chico vivíamos en el campo y todas las noches había tormenta, no solo lluvia, tormentas, horribles tormentas con rayos y truenos que hacían temblar la casa, mientras el viento doblaba los árboles. Apenas caía la noche yo me escondía hecho un ovillo bajo el escritorio, no había forma de hacerme salir, mamá venía y se escondía conmigo, me abrazaba y me hacía contar 1, 2, 3, si entre trueno y trueno aumentaba el número la tormenta estaba pasando, si se reducía la cantidad de números... a veces pasaba toda la noche escondido. Porque ella en realidad no entendía y entonces me dejaba cuando llegaba mi padre, comían y se iban a dormir como si no pasara nada, como si todo estuviera bien, no importa, dejalo, ya se va a acostumbrar, maricón miedoso, en el ejército lo van a curar. Hasta cuánto podía contar en esas noches oscuras, 2, 3, 4, quizás. Ahora el ruido es más rápido, apenas llego a 2. Parece que fuera siempre igual, ni más rápido ni más lento. Solo el piiip, piiip, marcando ruidoso el paso de un tiempo veloz. Como cuando venía a casa el profesor de piano, seguramente escapado del infierno y decidido a torturar a todos los chicos del mundo. De su maletín sacaba su metrónomo de oscura madera gastada, con una aguja metálica brillante y un pequeño disco con el que se podía graduar la velocidad. El metrónomo del profesor de música solo sabía decir tic, tic, tic. Entre tic y tic es una redonda, acotaba su dueño, como si explicara la gracia de su mascota. Son 4 negras, otra vez, hacelo otra vez con las palmas 1 y 2 y 3 y 4, y ahora marcamos las blancas. No, está mal, otra vez 1 y 2 y 3 y 4, parejo, con ritmo. Otra vez. Ahora es solo pip, pip, ¿serán corcheas? Entre una y otra parece siempre el mismo tiempo. En la batalla, el silbido marcaba donde iba a caer la próxima bomba, cuando se oía había que agacharse hasta quedar enterrado, si lo hacías rápido podías contar hasta el próximo, si no... Sí, dos corcheas iban en cada negra, también estaban las semicorcheas y las fusas ¿o eso era otra cosa? Ahora el piiip, piiiip parece más rápido. Y las semicorcheas eran la cuarta parte de la negra o algo así. Hay otro sonido rítmico más lento y profundo, pesado, me recuerda las máscaras antigás al inspirar ummmmmm con fuerza, con ruido porque no llega el aire tapado con tanto filtro y luego fffffffff más lento más suave, hasta que no aguantás más y otra vez tratar de abrir el pecho con fuerza ummmmm para que entre aire, ese aire caliente con olor a químico, el mismo olor que ahora. Y la cuenta ya no importaba, porque cuando había gas nadie disparaba, solo había que concentrarse en respirar. Cada respiración son 4 piip, ¿o son seis? Y el goteo parece de una canilla plip plip, apenas se escucha, no, mamá, no la cierres, dejala así un poquito abierta para que se haga un charco y los pajaritos puedan tomar agua. Me parece que cada vez tengo más fino el oído, oigo más detalles, ruidos más chiquitos. No hay pasos ni voces, solo ruidos mecánicos, cientos de metrónomos todos a distinto ritmo. Pip pip, pip ¿qué marcará tanto pip?, cómo podría saber si llevan el mismo ritmo, cómo saber qué significa, igual parece que fuera más lento, podría contar hasta 4 o quizás 5, si pudiera contar. La retroexcavadora también grita piip piip, cuando va marcha atrás. ¿Tiene experiencia en maquinaria pesada de construcción?, preguntó el capataz de la obra, por supuesto, respondí. Cuántas tardes había jugado en la plaza con los camiones llenos de arena, cuántas horas hace falta mirar las máquinas ir y venir para tener experiencia. Al fin y al cabo, una motoniveladora es como… en el frente cavábamos las trincheras con palas, y el que no hacía su pozo rápido y profundo quizás no tenía otra oportunidad. Sobrevivir era tener experiencia. Y volver a casa era mucho mejor, por más que no quedara nadie para recibirte. Ahora sí las voces gritan, se nos va, gritan. Pero yo creo que no me estoy moviendo, parecen pedir que venga alguien, será que es el final de la clase, debe ser mamá acompañándolo hasta la salida, sí, debe ser eso, porque oigo cómo se abre la puerta. Parece que hay muchas corridas, le habrá dicho a mamá que no estudio, que siempre estoy igual contando 1, 2, 3, y 4 y otra vez cuántas negras hay en una blanca. Entran y salen, mamá debe estar muy enojada, siempre dice el esfuerzo que hacen con la plata que no tienen para que yo pierda el tiempo en vez de aprender a tocar el piano y así poder ser alguien en la vida. Se escucha pedir algo que debe ser algún aparato grande y pesado, chirrían las ruedas. Nosotros sabíamos distinguir por el chirrido qué clase de vehículo era, si había que esconderse o solo dejarlo pasar, si era con ruedas o con orugas. Si iba saltando por el camino o si se arrastraba pesado como un reptil haciendo flamear la cola. La tormenta me descubrió en mi escondite y ahora está encima mío sofocante, oscura, pesada, parece que todo me costara más esfuerzo. Alguien grita cargar 300, será el pelotón de fusilamiento, ¿finalmente me sentenciaron? Y otra vez alguien grita preparados liberen el pecho, todos atrás, y siento, siento la sacudida que me levanta y me deja caer, otra vez. La bomba debe haber caído muy cerca, todos corren y gritan. Pero ya no me importa, si por lo menos se hubieran callado para dejarme escuchar el final de los piip piip. La máquina vial gigantesca retrocediendo sin control, tan cerca del borde del terraplén. Claramente no puede haber nada después de eso. Porque ahora solo hay un piiiiiii continuo, agudo, monótono, que apenas tapa la voz del médico diciendo desenchufen todo, es inútil seguir, ya se fue.

 

 

Mientras corre el agua – Alejandro Zubiaur

 

Ella, a través de la chapa que separaba una pieza de la otra, escuchaba todo desde la cama: la cachetada con la mano abierta, ahuecada, que sonaba seca. Ese chúpamela o te arranco los dientes como a tu vieja, dicho con voz ronca y sin gritar ni dudar. Él siempre era así, sin importar quien estuviera bajo sus piernas, bien macho y bien recio. Y a ella la ponía recaliente. A la mocosa no le importaba que ella estuviera al lado, no sería la primera vez que a la mañana siguiente le tuviera que gritar parecés una puta, que para eso me pediste ese colchón que apenas entra en la pieza, que te voy a echar de la casa. Ahora seguro que se abre bien de gambas y lo goza una y otra vez descontrolada, porque por fin tiene un macho de verdad. Si lo sabré yo. El ruido del agua corriendo interminable en el inodoro no tapaba los gemidos, ni disimulaba el golpeteo rítmico. Mocosa de mierda, parece una perra en celo jodiendo con todos los machos pijaparada del barrio.

Ella se empeña en cuidarla. Para que no quede preñada, le pide las pastillas a la señora donde trabaja, que es tan buena y se las trae del sanatorio. Antes de ir a trabajar controla que las tome, una por día, y  ella todos los días limpia las casas de otros para conseguir la plata para la comida y para pagarle la ropa y los caprichitos. Si por lo menos fuera a la escuela, pero ni eso.

Ahora no se escucha nada más que el agua del inodoro corriendo sin cesar. 

El silencio le recuerda su propia historia: recién llegaba de Misiones, sin nada, sin nadie. Alguien la sacó de la calle y le dio un techo. Pero esa misma noche supo, con los dientes apretados por el dolor y la bronca, que todo se paga, que no hay favores gratis.

Así también apretó los dientes para no gritar al saberse embarazada, al entender que la hija que llevaba en su vientre quedaría atada a su misma vida, y por más que hizo todo lo posible por abortar, por impedir la repetición de su historia nefasta, no pudo.

Después la vida le hizo una mueca. Conoció a alguien que las cuidaba a ella y a su hija, parecía buen padre y ayudaba con algo de plata.

La vida no era fácil. Todos los días trabajar para comer. Él tomaba y andaba con otras mujeres, ella lo sabía. Pero él siempre volvía con ella, su primer amor, su amor verdadero, como le decía cuando la abrazaba en la cama. Y ella, tonta, que lo quería con desesperación, lo perdonaba. Siempre lo perdonaba.

Pero esto ya era demasiado, era su hija. Se está encamando con mi hija. También la mocosa lo hace a propósito, con un culo que se dan vuelta  todos los tipos de la cuadra y unas tetas para bizcos, además se le hace la putita histérica todas las noches.

Ahora escucha una respiración pesada, la de su hombre, más fuerte que el ruido del agua que corre y correrá toda la noche hasta que ella se levante y con el destornillador trabe el flotante del inodoro. Ella sabe que él ya viene a su cama, a mentirle otra vez que es su único amor. Y lo cobijará entre sus brazos, y le acomodará la cabeza en su pecho.

 Él se acuesta desnudo, cansado, con olor a sudor y a ginebra, y ella lo abraza, lo besa, lo desea,  lo acaricia, lo extraña y a la vez lo odia por serle infiel, porque le miente, lo odia porque se muere de celos. Ella le susurra que ya es tarde, que estás cansado, que dormí, que ya es muy tarde. Le acaricia la tetilla. Estás flaco, se te asoman los huesos, le dice a él que ya se duerme para siempre, suyo para siempre, con el corazón roto por el destornillador que entró directo entre el hueco de las costillas.

 

Dionisio, adiós – Ester Bossi

 

Dionisio no solo era apuesto, sino también  un gran seductor. Alto, elegante, de hermosos ojos verdes. El mechón de cabello fino y rubio que le caía sobre la frente lo hacía aún más interesante. Atraía a las mujeres y él no era cobarde. No obstante, tuvo un largo matrimonio con Elena. Los momentos de felicidad eran alterados por los celos enfermizos de ella, y muy bien abonados por la conducta lisonjera de él. Pero, en ocasiones complicadas, su labia la convencía de su inocente proceder. Y así fue pasando la vida entre risas y penas; hasta que, un día, en forma inesperada, Dionisio tuvo un grave accidente de tránsito. Si bien lograron llevarlo al hospital su estado era irreversible. Con sus últimas fuerzas, Dionisio tomó la mano de Elena. Parecía querer decirle algo. Ella tuvo que acercar su oído para entender lo que le susurraba: -“Elena…no llores… voy a volver…” Frase que guardó en su corazón.

Para Elena había sido un golpe duro y sorpresivo. Lloraba el día entero. ¡Lo extrañaba demasiado!

Se pasaba las horas secando lágrimas que no dejaban de fluir. Sentía dolor y remordimiento por haber sido tan celosa. -¡Pobre mi Dionisio! repetía.

La familia y los amigos estaban preocupados por su salud.

Una noche, Elena tuvo un extraño sueño en el que aparecía Dionisio. Éste, con su sonrisa cautivante, le decía que cumpliría la promesa y que todos los días la visitaría pero, lamentablemente, reencarnado en una mosca.

Se despertó agitada, preocupada, aunque a la vez, la ganaba la ilusión. Ella odiaba a las moscas y siempre tenía una palmeta a mano.

¡Pero volver a verlo! Era algo que la entusiasmaba aunque hubiese mutado en ese insecto inmundo, como habitualmente le decía. Y a partir de ese día, nunca más pronunció esa frase.

Una mañana, cuando estaba desayunando, apareció una mosca. La primera intensión de Elena fue tomar la palmeta, pero cuando su corazón comenzó a latir con fuerza, lo reconoció. ¡No podía ser otro que su Dionisio! La mosca se posó sobre una miga de pan, restregó sus patitas y la miró con esos ojos tan grandes, que ahora ya no eran verdes. ¡Claro, eran ojos de mosca! Enseguida lo escuchó decir: -¡Cumplí Elenita! ¡Volví! ¡Y volveré todos los días a visitarte!

Ella dejó de llorar, sus ojos comenzaron a deshincharse y su rostro adquirió una expresión que hacía mucho no tenía. Ahora había algo porqué vivir.

Cada día, abría la puerta y se sentaba a desayunar, a la vez que ponía una cucharadita de azúcar sobre la mesa.

Llegaba Dionisio, comía su porción y conversaban un largo rato. Le contaba sobre las moscas y la importancia que habían tenido en la antigüedad donde fueron veneradas. ¡Incluso en la mitología se hablaba de ellas!

Elena lo escuchaba embelesada y crédula hasta que Dionisio Mosca partía volando para regresar al próximo día. Ella, influenciada por las palabras de Dionisio, comenzó a mirar a las moscas con simpatía. Recordó haber leído sobre el Faraón Amosis, quien  condecoró a su madre  Ahhotep con un collar con tres enormes moscas de oro. Se imaginó  con un collar igual pero con una sola: su Dionisio dorado

En una de las visitas, “su amor” apareció con dos moscas. Ella lo miró asombrada y él se apresuró a decir que eran amigas. De aquí en más aparecía cada día con compañeras distintas. Hasta llegó a traer siete “amiguitas”. Elena no pudo evitar reprocharle su actitud. Lo quería para ella sola y conversar en privado. Además, le incomodaba la intimidad que tenían. Se tocaban y comían muy cerca unas de otras. ¡Una promiscuidad! Como de costumbre, Dionisio y su verborragia parecieron convencerla: las moscas viven poco tiempo y esa era la causa de la diversidad de amigas. Además, él era una reencarnación y esto lo convertía en un insecto diferente, su vida sería eterna y no necesitaba “intimar” con “otras”.

Aquella semilla de los celos que había permanecido escondida comenzó a germinar. Elena pasó una noche entera investigando sobre las moscas. Él solo le había contado lo bueno. Nada había dicho sobre  los dioses que habían combatido a este insecto y los sacrificios que hicieron algunos pueblos para espantarlos, dadas las pestes que podían ocasionar.

Elena cada vez más desconfiada comenzó a leer sobre la vida sexual de las moscas. Para su espanto, encontró un artículo con probada base científica, que decía: “Las moscas machos disfrutan mucho del sexo durante la eyaculación´´. Fue cuando sus ojos comenzaron a despedir chispas de celos y rabia.

A la mañana siguiente, con la puntualidad de siempre, apareció Dionisio, esta vez con cuatro amigas.

Elena, como de costumbre, lo estaba esperando…

Se saludaron con graciosa amabilidad. A ella le pareció que él le guiñaba un ojo y le respondió con una sonrisa enigmática.

¡El estruendo fue tan fuerte como la furia con que cayó la palmeta!

Elda – Agustina Balmaceda

 

Hay una memoria en el cuerpo de Elda que logra despertarla cada día en el mismo momento, como si cayera siempre en el mismo lugar: justo en el instante previo a que empiece a filtrarse la claridad por las rendijas de la persiana.

En un sonambulismo ficcionado -hecho de inercia y costumbre- se destapa en silencio. Tampoco ve nada, no quiere focalizar la vista, mucho menos despertarse del todo. Baja una pierna, después la otra y pone los pies en las pantuflas sabiendo que en los primeros pasos el talón va a tocarle el piso, pero se va terminar acomodando. De camino, arranca la hoja del calendario del día pasado y sigue hasta la puerta de entrada. Da vuelta la llave que siempre está puesta en el picaporte, la gira completa dos veces y abre. Asoma la nariz usándola como un termómetro mientras agarra la bolsa de basura que dejó preparada, a un costado, la noche anterior.

Cruza la calle sin mirar, como una flecha al punto blanco, dirigida al tacho de basura de la vecina. En un revoleo mete la bolsa -repleta y repelente- ahí dentro. Sonríe invicta y vuelve corriendo a su casa. Cierra la puerta y, esta vez, da solo un giro de llave.

Sin desviarse, hace el mismo camino de ida pero a la inversa. Vuelve a la cama y espera la llegada del día sin apuro. Es por eso que amanece y Elda ya tiene los ojos abiertos.

Elda llena la pava con agua de la canilla y la apoya en la hornalla. Busca el encendedor en el primer cajón y tantea toda la mesada por si acaso estuviese camuflado con el mármol. Recién ahí se acuerda de que no tiene uno. De que está roto. Y que hace días pasa por la misma situación. Algo la mantiene inquieta, la dispersa. Algo como esa náusea que sube pero que no llega a puerto, o mejor, algo como esa paja mental que la disocia y la hace olvidarse de algo tan simple como comprar un nuevo encendedor. Una premonición.

Agarra un pedazo de servilleta y lo dobla rápido en partes desiguales, hasta que queda más o menos formado un triángulo; se pregunta si en realidad no serán principios de Alzheimer, si no estará enfermándose como su hermana más grande. Pero descarta al segundo esa posibilidad. Se para en la banqueta que ya está ubicada para la acción y mete el papel dentro del termotanque. La servilleta se prende fuego fugazmente, Elda salta lo más rápido que puede y corre hasta el horno tratando de no incendiarse ella misma. Abre el gas y la aureola toma color enseguida. Se quema todos los dedos y tira los restos de cenizas en la pileta.

Espera hasta una fracción de segundo antes de que hierva el agua, para sacar la pava y ponerla en una bandeja donde también carga todo su desayuno. La misma bandeja que transporta hasta el living y apoya sobre sus piernas cuando se sienta a mirar por la ventana.

Para su suerte, la vida le había regalado lo que a toda persona que le gusta indagar sobre las vidas ajenas quisiera tener: una casa llena de ventanas.

Cada una de ellas tiene designada una silla en la que Elda se sienta a chusmear como si fuera un deporte, para pasar de esa manera los días desde que se jubiló. Rotando de silla en silla, de ventana en ventana. Sabiendo los movimientos de toda la cuadra y conociendo a cada uno de sus vecinos. Particularmente a Emilia: la de enfrente. Con la que está obsesionada hace más de cuarenta años y a la que le regala cada madrugada su bolsa de basura.

La manía de mirar a Emilia -simplemente siendo- era, en principio, una especie de atracción. Un imposible. Acción que con el tiempo se volvió presente y fija, como también, intensa y odiosa. Hasta el punto de no ser suficiente. Hecho que la impulsó a hacerle saber sus sentimientos, dejando en claro que lo que parecía ser un enamoramiento adolescente era, en realidad, una guerra fría.

Con el pasar de los años, Elda fue adaptando completamente su rutina a la de ella. No quiere perderse nada. No puede perderse nada. La ve por la ventana hacer y deshacer. Por las ventanas, aleatoriamente, según las tareas, los horarios y las comidas.

Las estrategias de odio y vigilancia habían ido rotando, pero nunca había habido descanso. La mugre barrida esparcida en su vereda, el meo de los perros en las plantas -cuando todavía había perros-, las llamadas telefónicas a la hora de la siesta, los timbrazos a la hora de la siesta. Las deudas inventadas, los maridos inventados, las cosas inventadas y esparcidas en el supermercado.

Emilia, por su parte, no se queda atrás. Y por supuesto, tiene las suyas.

 La rutina de cada madrugada la repite sin fallas, ni una, hasta llegar a la entrada y dar las dos vueltas de llave. Solamente una variación sutil en el medio, hace la diferencia de un día cualquiera. De camino, arrancando la hoja del calendario del día pasado, la nueva fecha la saca de la ensoñación automática que la mueve. 14 de junio. La fecha la despierta del todo. Es su cumpleaños.

Antes de agarrar la bolsa de basura y salir, Elda escucha un ruido seco que viene de la calle. Un golpe sobre el asfalto, una caída, un accidente; es lo primero que piensa. Lo segundo, es que se trata de un animal muerto. Entreabre la puerta, porque la altura no le alcanza para ver por la mirilla, y se encuentra con Emilia tirada en el medio del asfalto.

Corre a verla y nota que todavía respira por más de estar inconsciente. Emilia -dura y pálida- no emite más que un mínimo soplido, un corto aliento, un hilito a punto de cortarse; el hilo que la mantiene con vida. Está casi segura de que es un ataque al corazón.

Mira de un lado al otro, todavía no anda nadie, todavía falta un poco para que se haga de día y a Elda le da tranquilidad no tener ningún testigo o, mejor dicho, ningún cómplice: porque al lado del cuerpo de Emilia hay tirada una bolsa de basura con un cartel pegado en el frente. “Felicidades hija de puta, hoy te gane”, anunciaba en una letra casi ininteligible de lapicera azul.

Elda arranca el mensaje que le pertenece y deja todo lo demás, tal cual a como lo había encontrado. Vuelve corriendo a su casa, cierra la puerta y da una vuelta de llave. No vuelve a hacer el camino de ida pero a la inversa, a esperar en la cama el día sin apuro. Sino que se sienta a disfrutar de su regalo, su primer regalo de cumpleaños. Ver morir a Emilia, verla, como siempre, a través de la ventana.

El Rey y la Reina - Patricio Menéndez

 

Soberbios ejércitos hincaron las quillas de sus barcos en las arenas del reino de Abada. Desde la torre más alta del castillo el Rey torció la vista hacia la reina, la tomó de la mano y miraron azorados la playa. Quizás fuese la última vez que estuvieran de la mano. Ellos sabían que todo se terminaba. De las naves descendían hombres, armas y también el último cataclismo que hundiría para siempre el reino de Abada.

Los oráculos habían profetizado años atrás el final del reino, pero el pueblo incrédulo y desafiante ya no creía en los dioses. La razón gobernaba. Cinco de aquellos hechiceros fueron quemados por impuros en la plaza central en un acontecimiento que fue vivido como un gran espectáculo.

Avanzaba la infantería del reino al grito portentoso de “por Abada, por el Rey y por la Reina”. Cabalgaba la caballería en briosos corceles de fuego. En lo alto de la muralla y torres, los arqueros tensaban flechas, pero el que las guiaba ya no era Apolo.

En su sala, el Rey y la Reina se abrazaron y se besaron en un último intento de búsqueda del absoluto. Pero el final era indeclinable. Un reino casi perfecto, porque se habían dado cuenta de que la perfección no existía, porque creyeron en la eternidad y se desilusionaron, porque se creyeron fuertes y eran frágiles, porque pensaron que lo tendrían todo y no lo tendrían, porque pensaron que gobernaban todo y no lo gobernaban, porque pensaron que el enemigo no llegaría nunca y esta mañana había llegado, porque creían que lo entendían todo y no entendían nada, porque se creían ser incorruptibles y fueron corrompidos. Porque eran pobres hombres y eso solo decía todo.

El fuego lo abrasaba todo, los soldados caían uno a uno, las huestes enemigas al grito de “que caiga Abada su Rey y su Reina” destrozaban todo a su paso.

Solo quedaban cenizas.

El Rey y la Reina lo habían tenido todo, todo. Y ahora no tenían nada.

Según se cuenta se los pudo ver cuando un oscuro sol caía en el ocaso del día más triste que les tocaba vivir, caminar con túnicas ya deshilachadas y rotas, teñidos en sangre, un cetro caído, el hierro de la espada abollado, con la vista perdida, sus coronas ya oro fundido.

Había sido el reino de Abada. Pero hoy solo eran ruinas.

Habían sido reyes. Pero ahora eran mendigos.

Se miraron por última vez. Ellos y nadie más lo sabían todo.

Lo que nunca nadie pudo entender es por qué el Rey partió hacia un lado y la Reina partió hacia el otro.

Angustias – Patricio Menéndez

 

Creo que si sigo discutiendo con el gerente saco el revólver del portafolio y lo mato. Sí. Tampoco estoy seguro si lo traje y preferiría no mirar abajo. Entonces, me doy vuelta, abro la puerta, salgo al pasillo y entro al ascensor.

Camino por la calle 39 hasta la sexta avenida y doblo en dirección al norte. No sé por qué, pero de improviso está oscuro y son las 22, las 23 o tal vez medianoche.  ¿Por qué no está el sol que hace un instante reflejaba su brillo en mi cara por detrás del gerente? Camino y camino. No hay que asustarse, hace años que lo hago, quizás sea eso la señal más persistente de que vivo.

Mira qué grande es la ciudad madre, qué alto son los rascacielos.

No te distraigas querido.

Sí, es cierto. Perdón madre.

No te me sueltes la mano que hay mucha gente.

Le sonrío y miro a un payaso con globos en la esquina que tiene dibujada una sonrisa triste. Porque hace poco supe que las sonrisas de los payasos son dibujadas. ¿Por qué se la pintó triste este payaso entonces?

Cuando miro a mi madre nuevamente, ya no está, y me largo a llorar. Camino dos, tres cuadras y me doy cuenta que tengo que seguir. Está otra vez el gerente atrás gritándome. Y la computadora, y el teléfono, y la corbata.

Por fin consigo doblar a la izquierda en la 52. Avanzo unos metros y por el cristal de la ventana de un pequeño bar puedo ver la figura imponente de un hombre sentado al piano con un sombrero de no sé qué tocando no sé qué. Miro abajo y con un zapatón negro marca el pulso de un cuatro cuartos de un blues. La melodía la conozco, sí, ¡Straight, no chaser! Me doy cuenta de que es él.

Entro y me siento en una mesa contra la pared. Una muchacha joven que creo que puede ser una moza me trae una cerveza con un vaso. Yo no fumo mucho, pero veo a Thelonious con un cigarrillo en la comisura de su boca y yo prendo uno también. Ahora suena Bemsha swing, las notas salen del piano junto con las teclas y solas vuelven cuando Thelonious se las ordena porque tiene que volver a ejecutarlas. Todo se va perdiendo. La moza no hace nada, esta parada escuchando, una pareja sentada en una mesa cercana está marcando el ritmo de la música y nada más. El cajero cerró la caja y no se toman más pedidos. Hasta las cucarachas salen de debajo de la tarima para escuchar y porque ahora nadie se va a preocupar por pisarlas. El mundo se detiene en estos instantes y vale la pena solo por eso, porque está Thelonious sentado al piano.

Pero todo termina. Vuelven a ensimismarse cada uno en lo suyo y no entiendo por qué nadie aplaude. La pareja retoma su conversación, la moza sale corriendo a atender una mesa, el cajero vuelve a abrir la caja, las cucarachas vuelven con el caparazón cansado al refugio, ya cualquier hombre puede pisarlas ahora.

Me entristece mucho.

Salgo a la calle y veo una ráfaga de fuego que atravieso el cielo de punta a punta. Sí, es un cohete. Pasa un instante y vuelvo a ver otra que viene en dirección contraria. Otra vez vuelvo a llorar, como cuando hace tiempo o hace un rato. La guerra ha comenzado de nuevo. Hay un niño que está muriendo por una bomba, hay dos, hay cien, hay miles.

Nunca se cómo ni sé por qué ni se cuándo, pero estaba dentro de un bar y no era el de hace un rato, ni tampoco estaba Thelonious, ni siquiera había un piano. Miro a la puerta y me parece reconocer a Archie entrando.

¡Ey Archie! ¿Ya no te acuerdas de mí? le grito mientras pasa a mi lado.

Hola Wynton, disculpame no haberte visto. Estando solo no tendrás problema que me siente en tu mesa.

¡Por favor! asiento acomodándole una silla.

Ando mal. ¿Te acordás de Aaron, el más chico? Hace dos meses empezó con vómitos, fiebre y esas cosas, el médico nos explicó algo que nunca entendí a Lisa y a mí, pero supe que era preocupante. Una semana después a mi pequeño Aaron lo estábamos velando. A partir de ahí es todo un infierno. No sé para qué levantarme cada día. Lisa está encerrada en la pieza llorando todo el día, y yo salgo a caminar para no llorar en mi casa.

Perdoname Archie, nunca supe todo esto. ¿Y el más grande?

Sé que está muy mal, pero vos sabes que mi relación nunca pudo ser la que se piensa e ilusiona de un padre con un hijo. El me recrimina a mí no haber consultado a un médico urgente y esperar dos días a que volviera Lisa de Philadelphia. Cuando pasó todo esto se fue a lo de la tía y viene a casa solo para estar un rato con Lisa cuando yo estoy en el trabajo.

Sé que podrán sobrellevarlo, con mucho dolor seguramente. El altísimo nos pone a pruebas constantemente. A veces de maneras muy duras. Miralo a Cristo en la cruz.

Si no fuese porque en mi casa guardamos una Torá como libro sagrado..  dijo el hombre totalmente abatido y confuso. Igual no creas que voy a discutir ahora de nuevo quien fue Pablo realmente, me da igual eso Wynton ahora.

No sé cuánto más estuvimos ahí. Pero creo que hay momentos que la mejor manera de acompañar a un hombre es en el silencio. Ahí donde quizás más libre somos y donde nos hablan y hablamos con los seres más oscuros que pueden hundirnos en el cataclismo más profundo, o aquellas figuras divinas, fantásticas, mitológicas, que pueden salvarnos. Al menos por un rato.

Por eso ahora solo caminamos. Y llegamos a la puerta de su casa y lo saludo tímida y cobardemente con un apretón de manos. Me parece, o quiero fingirme, que fueron seres divinos, fantásticos, mitológicos los que le surgieron en esta caminata por las calles de Lenox Hill.

Ahora estoy entrando a mi edificio, sé que es tarde pero no sé cuánto. Seres de tinieblas que suelen acosarme en el ascensor hoy me miran tristes. Mañana no me levanto para ir a trabajar a esa oficina, pasado tampoco y después de pasado tampoco. Nunca. Me acuesto en la cama y me hago la señal de la cruz. Padre nuestro que estas en los cielos…

 

El pibe del potrero – Facundo Lloret

 

Cada mañana Juan salía de su casa en bicicleta con destino a la panadería de su padre para hacer el reparto de pan. Ese sábado había amanecido con lloviznas. Mientras transitaba por las calles del pueblo saludando como de costumbre a los vecinos, su cabeza no podía dejar de pensar cuál sería la mejor decisión. De esencia futbolera y campechana,  Juan se encontraba en el problema de elegir entre ir a jugar el amistoso oficial del club o la final del barrio contra barrio en el potrero.

Las dos significaban mucho para él. En el club había encontrado un grupo de compañeros que confiaban en su capacidad y un viejo entrenador que le había dado la cinta de capitán del equipo.  En el barrio estaban sus amigos de toda la vida y dónde siempre se sentía feliz. Sin tácticas y estrategias, sin referís ni padres. Partidos dónde todos son titulares, no hay suplentes y sólo es reglamentado a través de “la pisadita” para elegir a los compañeros de equipo.

Juan era uno de esos pibes que jugaba y pensaba el fútbol de una manera asombrosa. En el barrio  le decían “El Marciano” porque parecía de otro planeta. Hábil gambeteador, con excelente pegada y gol. Tenía todas las condiciones para hacerle ganar a su equipo cualquier partido complicado y en lo personal, llegar al fútbol profesional.

Siempre disfrutaba en cada cancha, ya sea de césped, tierra o polvo de ladrillo haciendo “la elástica”.  Técnicamente la elástica es una jugada que consiste en amagar con avances hacia un lado con la cara externa del pie más hábil bien pegado a la pelota, y de repente pasarlo por encima de ella, alterando la dirección en sentido contrario, para luego enganchar hacia adentro, todo en una milésima de segundos. Para los pibes del potrero es un lindo engaño, lleno de magia.

El cielo permanecía gris  pero la lluvia aún no tenía intenciones de ser juez  y parte de la decisión. Juan especulaba con la idea de que si llovía el partido del club se suspendiera para cuidar el césped del campo.

Ese mediodía su madre,  a pedido del padre,  hincha fanático del club dónde jugaba su hijo, había amasado tallarines caseros. - “Sin salsa vieja, para que no le caigan pesado al Juancito que debe ir a jugar el partido”.

En la mesa se notaba la preocupación de Juan. Al término de la comida y mientras  ayudaba a su madre a levantar los platos, ésta se le acercó y acariciándole la cabeza le dijo: -“Tranquilo Juan…él de arriba sabe qué hacer  y seguro tiene preparado lo mejor para vos”.  Eso lo calmó durante unos minutos hasta que un golpe de manos que venía desde afuera, como llamando a la puerta, alteró el estado de Juan. Eran sus amigos. Querían saber si iban a poder contar con él para el clásico barrial. Solo cruzaron miradas, no hubo necesidad de decir nada. La puerta entre abierta de la casa dejaba ver el reluciente brillo de los botines que reposaban en el sillón del hall de entrada. Los había lustrado su padre a la madrugada mientras mateaba antes de salir al trabajo. Ese calzado no era necesario para el potrero.

Durante todo el partido amistoso se lo notaba disperso a Juan. Incluso en el entretiempo el entrenador tuvo la idea de reemplazarlo. Pero llegó una jugada magistral en el área rival. Juan tiró un caño salvaje, delirante, no dejándole al defensor otra opción que cometerle penal.

Mientras el árbitro le daba indicaciones al arquero, Juan brazos en jarra en la cintura, esperaba la orden para patear. Volvió la llovizna. Y con ello el pensamiento en sus amigos, en cómo les estaría yendo en el clásico barrial. A esa altura lo que caía era una lluvia torrencial. No se veía mucho, pero si se podía escuchar voces. Un primer grito exclamando: “Dale Marciano, ¡Mételo!”. Y detrás otro más: “¡Hacelo por vos!”. Concluyendo con uno que decía: “¡Y por los pibes del potrero!”.  Eran el “Panza” y los hermanos mellizos “Ratón” y “Comequeso” quiénes gritaban. Eran sus amigos, los mismos que habían ido a su casa al mediodía a buscarlo pero que ahora estaban allí haciendo el aguante detrás del alambrado.

Juan se emocionó al  reconocer esas voces. Y les hizo caso; camino la medialuna del área, llegó al punto penal y metió una rabona, esas de fantasía ensayadas en los potreros dónde la pelota se clava en el ángulo. Diluvio de agua y desborde de alegría. El árbitro hizo sonar el silbato convalidando el gol y dando por suspendido el partido por la lluvia.

Era cierto que él de arriba tenía preparado lo mejor para Juan “El Marciano”. Es que los partidos en los potreros no tienen horario y se juegan igual, llueva o no llueva.